LA SOMBRA DEL MAESTRO.

La imagen clara, nítida y tranquilizadora de mi antiguo profesor de física me acompañana de forma pertinaz. Ni un gesto, ni una palabra. Sólo aquella silueta grave, bonachona, con ojos tristes y sonrisa desdibujada vigilaba mis pasos inseguros, inquietos y vacilantes. La vereda era estrecha, sinuosa y pedregosa. La Luna en fase de cuarto creciente constituía la única iluminación de aquel tenebroso camino. A la derecha, el bosque sombrío. A la izquierda, el abismo. Delante, como uun capitán al frente de su tropa, la figura de Don Roque Gil de Matallana. Atrás, nada, el silencio. Un pertinaz y continuo silencio, como el que precede a las grandes decisiones.

Incapaz de articular palabra, como hipnotizado y presa del sopor seguía los pasos de Don Roque, al que los niños llamábamos el "apenao". Un sudor frío recorría mi rostro. Mi mente se mostraba incapaz de razonar. De forma vaga e imprecisa comencé a recordar detalles de la vida de Don Roque,... Llegó al pueblo sin más compañía que la de un famélico perro y un gran cajón lleno de libros. Al no haber posada ni hospedería, alquiló una habitación en el viejo y destartalado molino, junto al riachuelo. Entre los mayores del pueblo se comentaba que el viejo profesor era viudo. Su mujer había muerto en la guerra, allá en el norte del país. Decían que era uuna bella, hermosa y fervorosa mujer. Su única hija, compañera de un anarquista, tuvo que exiliarse al finalizar la contienda. No volvió a saber de ella. Presa del dolor y la desesperación por la terrible y penosa desaparición de su mujer, Don Roque abandonó su puesto y desertó. Era teniente de milicias y había tenido ocasión de vérselas con moros, legionarios y requetés. Pasó los últimos días de la guerra sobreviviendo en el monte, donde una tarde aciaga fue detenido por la guardia civil. Sometido a uno de aquellos duros juicios de la posguerra, fue condenado a treinta años de prisión, de los que solamente llegó a cumplir doce.

Mayores y pequeños ignorábamos quien había guiado sus pasos hasta el pueblo. El caso es que se instaló y poco a poco fue abriéndose un hueco en aquella pequeña sociedad rural y provinciana. Trabajó de peón en la costrucción, en la siega, en la recogida de la aceituna y como cagarrache en el molino de aceite. No sé de donde sacaba el tiempo, pero Don Roque leía y leía, muchas veces bajo la tenue luz de un candil. En la taberna del pueblo le guardaban los periódicos atrasados. Todo escrito que llegaba a sus manos era leído y releído con fervor, avidez y deleite.

Una tarde comentó en el estanco que había sido universitario. Licenciado en ciencias físicas por la universidad de Madrid. Los avatares de la guerra y su ideología le indujeron a alistarse en el Quinto Regimiento. Peleó en todos los frentes, pero no logró ascender en el escalafón. Para evitar conflictos envió a su esposa al Norte, con su familia en un pueblo vasco llamado Guernica. Un día de primavera, la aviación fascista arrasó parte del pueblo con sus bombas. Entre las víctimas figuraba Encarna, su mujer.

Tuvo la suerte de no ser fusilado por ninguno de los dos bandos. En uno lo habrían hecho por desertor, en el otro se libró del paredón gracias al aval que presentó el padre Graciano, capellán del tercio Montejurra, amigo de la familia de su esposa.

La Luna se ocultó entre unas nubes. La ansiedad iba en aumento cuando, con una señal, la figura de Don Roque hizo un ademán para que me detuviese. Yo seguía con mis cavilaciones y recuerdos. Mis padres, que tenían gran empeño a que me presentase al examen de ingreso en el instituto, acordaron que Don Roque me diese clases particulares por las tardes, al salir de la escuela. Con él tuve ocasión de adentrarme en el mundo de los números, de los principios más elementales de física, de los animales y plantas y, sobre todo de la lengua y literatura. En aquellas oscuras y languidas tardes de invierno me imaginaba galopando, lanza en ristre, en pos de los molinos de viento, seguido por un asustado y perplejo Sancho Panza. Al burro que poseía mi abuelo le puse el nombre de Platero, en honor del que describía el poeta Juan Ramón Jiménez. Con apenas doce años ya había leído algún que otro episodio de Galdós. Disfruté leyendo poemas de San Juan de la Cruz, de un fraile llamado Luis, al que tuvieron encerradocinco años en una cárcel de la Inquisición. Sin duda alguna, el autor que más me impresionó, por su obra y por su trágico final fue Federico García Lorca. Nunca llegué a entender lo que querían decir los mayores, cuando apenas susurrando y con miedo decían que estaba allí arriba, que lo habían quitado de enmedio los nacionales, como a tantos otros, y lo habían enterrado al borde del camino. "Allí tiene que estar", decían. Tuvieron que pasar varios años para que me enterase de toda la tragedia que inundó a España en mil novecientos treinta y seis.

Gracias al buen hacer de Don Roque, de sus enseñanzas y de sus sabios consejos logré aprobar el examen de ingreso. con matrícula de honor. El viejo profesor saltaba de alegría. Creo que fue el mejor pago que pude darle por sus desvelos. Me marché del pueblo a estudiar y no volvía saber de Don Roque hasta muchos años más tarde. Me contaron que tuvo una vida apacible hasta que un día desapareció. Lo encontraron despeñadoal cabo de una semana, con el cráneo partido, posiblemente asesinado.

La Luna vuelve a salir de entre las nubes. El camino se empina y encresta. De pronto, aquella figura fantasmagórica de Don Roque Gil de Matallana se detiene bruscamente, hace un ademán y, por primera vez, me mira a los ojos. El terror paraliza mis músculos. Con voz grave, de ultratumba, y el rostro translúcido, fantasmal, de facciones desdibujadas me dice:

- ¡Niño, aquí fue!. ¡Aquí puse fin a mi vida! No podía soportar la soledad y me arrojé al precipicio. Desde entonces mi alma vaga por este bosque. Nunca me he dejado ver, pero siempre he permanecido vigilante. Esta tarde te ví pasar por el mismo sendero que yo seguí hace años, He seguido tus pasos. Te he guiado sólo por una razón. ¡Sálvate! ¡Niño, no sigas! Vuelve por donde has venido. Yo vigilo. Aleja de tí esos pensamientos suicidas.

- No maestro. No he venido a eso. He sabido de tu soledad, de tus penas. He caminado por esta vereda para recordarte. Tus lecciones me hicieron mucho bien y únicamente deseo que en la muerte encuentres el sosiego que no pudiste disfrutar en la vida. Descansa en paz, maestro. Tu sabiduría ha guiado mi existencia. ¡Gracias, maestro! Te debo mucho y quiero que lo sepas.

- ¡Gracias, niño! Esas fueron sus últimas palabras y Don Roque Gil de Matallana desapareció.

Perplejo cerré los ojos. Al abrirlos de nuevo contemplé los primeros rayos del amanecer. Un claro amanecer.

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